ME HICE CÓMICO POR UN BOCADILLO DE TORTILLA
Sí, como lo lees.
Verano del 91. Pozo Cañada, Albacete. Tenía seis años, una tripa flaca, y toda una infancia por delante.
Mis abuelos tenían una casita humilde a las afueras del pueblo. Le llamábamos “El Huerto”, aunque más que piscina era una balsa con medio metro de profundidad y sabor a cloro viejo. Pero ahí fui feliz. Muy feliz.
Las mañanas empezaban con fritillas recién hechas, fritas en aceite como si el colesterol no existiera. Cola Cao con tapa como plato, azúcar a saco, y dibujos en la tele: Dragon Ball, Oliver y Benji o lo que tocara. Después, partido con los zanguangos del pueblo. Y luego, al huerto con mi tío Josete, a remojarnos como Dios manda.
Pero el día grande era el domingo. Llegaba la tropa: padres, tíos, primos, la barbacoa, las risas… y las tortillas. Y ahí ocurrió.
Me plantaron un bocadillo de tortilla gigante. Yo, que pesaba como un manojo de espárragos, lo miré con cara de reto. Mi tía Milagros me suelta:
—¿Vas a poder comerte todo eso?
Y yo, serio, me lo puse en la tripa como si fuera un metro de carpintero.
—Sí, me cabe.
Risas. Estallido. Gente llorando de risa. Yo flipando. Y ahí, sin saberlo, me enganché.
Ese día entendí algo: hacer reír es mi superpoder.
Y si estás leyendo esto es porque buscas a alguien que convierta tu evento en una fiesta de carcajadas, estás de suerte.
Porque sigo siendo ese niño, pero ahora con micro.